sábado, 28 de julio de 2012

La vida es injusta, cada uno calma los nervios como puede.


A menudo, sobre todo por las noches, se oyen cabezazos en la pared de mi cuarto. Vienen del número 4, el piso de al lado. Sí, cabezazos. Sé que son cabezazos, porque yo a veces me doy algunos de esos, solo que sin querer. Ella lo hace a propósito. Totalmente intencionadamente. Ahora pensaréis, ¿qué clase de masoquista se da cabezazos contra una pared por las noches? Pero a que no habéis pensado, ¿qué clase de masoquista sale a la calle y finge una sonrisa cuando realmente no quiere sonreír solo por no preocupar a los demás? Porque no es que tiene ninguna razón para hacerlo. Peor. No tiene ninguna gana. Qué duele más: ¿el fingir la sonrisa o darse el cabezazo? Un poquito de hielo puede bajar la inflamación, pero quién le da ganas de sonreír a esta chica, eh, quién.
Lo que tiene ser una anciana es que todo el mundo te pasa al bando de personas que están perdiendo vista e oído, incluso la cabeza, y creen que no eres consciente de nada. Y es divertido como esta joven me enseñará una sonrisa por las mañanas al bajar para ir a trabajar. Algunos, los observadores, notarán algo de inflamación en su frente, pero esos son detalles para los observadores. Los observadores son los que ven con los ojos los que ojos de otros no ven. Después estamos los que no vemos con los ojos. Esos somos los que vemos más allá, cosas como sentimientos. Como la tristeza.
¿Cuántos os habéis quedado en la pregunta de qué duele más? O venga, otra pregunta, qué os parece más lógico: ¿darse golpes contra la pared implicando sufrir dos dolores, o darse golpes contra una pared para tener otro dolor por el que preocuparse y olvidarse del otro? ¿Tener por fin un dolor al que puedes encontrarle cura en vez de un dolor interior terriblemente inevitable el cual no puedes sacar de dentro?
-A. 

domingo, 15 de julio de 2012

But can I take you, take you higher?


Te he visto. Solo voy a romper mi trato de decir que no te escribiría más para decírtelo. Te vi, ahí, en la entrada de la estación de tren acabado de llegar a la provincia. Te vi sentado con tu maleta roja a tu derecha, esa que compramos para nuestro primer viaje juntos a Fuerteventura, y con la cabeza escondida mirando al suelo pensativo. Supongo que has decidido aprovechar estas navidades para visitar a tu madre. Sabes que tengo mucha fuerza de voluntad, podría haberme quedado sin escribirte, pero lo hago porque no soporto ver cómo has decidido aislarte y alejarte de todo, y estoy harta de culparme a mí de que tomaras esa decisión. Te escribo porque si hay algo que nunca soportaría es verte mal, y sé que no ocurre nada positivo últimamente con tu vida. Lo sé porque sé leerte el rostro tan bien como tú a la gente. Bueno, casi. Y me habría sentado a tu lado en esa maldita escalera en vez de tan solo quedarme mirándote entre la muchedumbre desde la avenida, pero no soportaría las ganas de abrazarte y no soltarte, sabes que tus abrazos me causan una especie de adicción, y no es bueno engancharse a esas cosas que no puedes tener. Me habría sentado a tu lado porque de verdad que no te guardo rencor ninguno. Porque sé que siempre has querido irte de aquí y yo solo quería quedarme, y que nunca has sido tío de familia y estabas harto de las visitas de tus tíos y compañía los domingos a la hora de comer y bueno, supongo que yo no lo recompensaba lo suficiente como para que cambiases de opinión y te quedases.
Ahora mismo, como no, te escribo de noche cuando no me dejas dormir por perturbar mis pensamientos, y me dan ganas de volver al momento en la estación y preguntarte dónde estarás estos días, y que ni si quiera me tengas que contar que has hecho, tan solo ir con Pipo, y estar los tres, sabes, como si nunca te hubieses ido. Como si nunca me hubieses hecho echarte de menos, como si nunca te hubiese escrito todas las cartas.
Es gracioso, porque todas las cartas están en mi cajón. Nunca se han ido las cajas del desván y nunca se ha ido tu olor de mi armario. Nunca he sabido dónde has estado y nunca he sabido a dónde mandarte las cartas ni aunque me hubiese atrevido a hacerlo, nunca he sabido a dónde querías irte porque nunca te he preguntado, porque no quería saber a dónde te impedía ir solo para que te quedaras conmigo aquí. Perdóname por llamarte egoísta, perdón por intentar sustituirte, y perdón por no acercarme a ti cuando me viste a lo lejos de la estación y te levantaste con ademán de venir hacia mí, y yo me dispuse a apartar la mirada y rápidamente perderme entre la gente. Perdóname, pero es que ya no sé si te hago bien. Ya no sé si tenía razón tu madre cuando decía que yo era muy poco para ti. Me encantaría que te llegase esta carta, pero tan solo te la escribo porque sé que no lo hará. No me odies Mario, porque yo no lo soportaría porque ya tengo suficiente con odiarme a mí misma. Adiós.

-A.